jueves, 8 de enero de 2009

Relatos cortos.

EL COLUMPIO.
Eugenia aprendió a columpiarse una mañana de domingo, en el pequeño parque de Villalba, donde la llevaba cada fin de semana su padre, Justo, un hombre de familia apoderada, que decidió instalarse en el pequeño pueblo, tras abandonar la Habana, de manera apresurada, una vez que Fidel Castro se hizo con el poder.

Allí la pequeña Geni, así le llamaban cariñosamente los de casa, un día probó a sentarse en aquella tablita que colgaba de dos cadenas de hierro y empezó a darle a los pies para adelante y para atrás ,a medida que balanceaba su cuerpo como danzando ,en un baile equilibrado entre torso y extremidades.

Le resultaba divertido elevarse en el aire e imaginarse por encima de las nubes. Siempre creía que si seguía intentando con fuerza, conseguiría algún día tocar el cielo con la punta de los pies.
Justo, la miraba desde la distancia y la animaba:
- Así, cariño, más fuerte, agárrate con fuerza y toma impulso con las piernas!!!
Alto, más alto!!!, Sigue así!!!!

Geni disfrutaba inmensamente,sintiendo el vértigo en su estómago y la sensación de una meta por conseguir, que la impulsaba cada vez con más ganas.

Ignoraba por aquel entonces que estaba aprendiendo una lección de vida, que le resultaría tan valiosa en el futuro: El arte de columpiarse por encima de las dificultades, por encima de los problemas, por encima de todas las debilidades que nos surgen cuando adultos. Así, desde muy pequeña se fue entrenando para poder vencer cualquier obstáculo, para poder saltar por encima de ellos con su columpio y poder seguir viviendo, por encima de todo dolor; para ser capaz de sobrevivir, de sortear las piedras del camino y mirar al cielo pensando que con un poco de paciencia no hay nada imposible.

Este cuento está dedicado a mi abuela Estrella, la cubana (ejemplo de paciencia, dulzura y cariño), a Telly, y a Tellita. Sobre todo a Tellita porque juntas hemos sorteado desde muy pequeñas toda la dureza de una vida que nos hizo mujeres antes de tiempo. Les quiero a las tres. A pesar de la distancia están en mi corazón.

ROBERTA
A Roberta le pasaba la vida. Con sólo 33 años y un marido gay, obsesionado con la limpieza, las compras compulsivas y todo tipo de frivolidades al uso, le resultaba, cuando menos, complicado, tener una perspectiva clara de cómo sería el mundo fuera de aquella cárcel mental en la que ella sola se había metido.

Aquellas Navidades vinieron frías, soplaban con fuerza aires de cambio. Cada uva ingerida en la plaza del pueblo, ajena a la gran algarabía que la rodeaba, era la repetición de un único y ferviente deseo: Una nueva vida y un hombre que la amase de verdad. Como los de la tele.

Roberta era simple de ideas, pero era buena mujer, limpia de mente y de corazón.

El cambio se presentó mucho antes de lo que se hubiera atrevido a imaginar, tan pronto como terminaron de sonar las doce campanadas. El 2002, sin duda, sería un año de suerte. Mientras todos brindaban en sus copas, los ojos de Andrés se encontraron con algo inusitado en su esposa. Tenía la mirada ausente, y parecía estar flotando en una paz poco frecuente en los últimos años. No pudo evitar hacer una dolorosa pregunta.

-Feliz Año Nuevo, “gusita”-dijo él, con cierta inquietud.
-Feliz Año Nuevo, “gusi”-respondió ella, con una lasitud nunca antes conocida.

Con el primer beso rutinario del año en los labios de su esposa, Andrés no pudo resistir la tentación de formular, con voz angustiada, un peligroso interrogante.

-Dime la verdad. ¿Tú me quieres?

Roberta, que tenía desde hacía años el alma ahogada en penas, fue incapaz de mentir y ocultar por un minuto más sus auténticos sentimientos. Harta de un tiempo vivido con altas dosis de maltrato psicológico y emocionalmente caótico, emitió su respuesta, que procediendo directamente del corazón, no se hizo esperar:


-Como amigo sí, como esposo… ya no.
Así comenzó aquel año. Así terminaron doce años de penurias y maltratos. Tan sencillo como un ya no. Tan sencillo como no permitirlo más. Y cuanto le había costado.

A partir de ahora, debía inventar su propia historia. Lo primero sería saber como quería pasar los próximos años de su vida.
Difícil tarea la de elegir. ¿y si se equivocaba? ¿y si daba al traste con su vida una vez más?¿importaba mucho equivocarse? ¿valdría la pena arriesgarse?. Las dudas asaltaron su recién conquistada independencia.
El siguiente paso sería probar. Probar a abrir los ojos y ver el mundo por sí misma, sin precisar de la constante aprobación de ningún ser que se supusiese superior a ella. Probar a levantarse cada mañana y elegir su propia indumentaria, acorde a su estado de ánimo, sin que nadie estuviese detrás, increpándola por el poco gusto con el que elegía su vestimenta, totalmente carente del glamour exigido por todo mariquita reprimido que se precie.
Aprender a disfrutar del placer de no tener que maquillarse a diario por exigencias de tipo marital, o a pasar media hora 7 días a la semana alisando la melena, porque a su marido no le gustaba el pelo de pitañosa que tenía, no era poca cosa. Llevaría su tiempo adaptarse a ser ella misma.

Por fin tuvo la oportunidad de nacer de nuevo, aunque el proceso no estaba exento de una enorme excitación y contaminado por un miedo en parte inexplicable.

Ahora se sentía cansada. Cansada del rumor de las copas de los pinos, cansada de contemplar las gotas de lluvia en la ventana un día tras otro, cansada de la falta de sol y calor, que se dejaban sentir no tanto en su cuerpo como en su alma. Pero después de todo, no había conseguido un hilo de voz que gritase ahogadamente ¡basta!, con suficiente credibilidad, para seguir con más de lo mismo. Así que un domingo cualquiera de otoño, se puso sus botas de tacón, y un abrigo muy pop de Charol negro con enormes solapas. Salió a la calle con una maleta raída, determinada a descubrir las Américas, convencida de llevar dentro de sí una rebelde con causa, dispuesta a cualquier hazaña.

En Lisboa embarcó rumbo al Caribe. Las circunstancias la llevaron a establecerse en diversos lugares, Santo Domingo, Puerto Plata, La Habana, Walting Island. En sus noches de soledad, que eran muchas, soñaba con príncipes y sultanes que la raptaban y la llevaban lejos, a vivir a palacios en los lugares más exóticos, donde podía disfrutar de todo tipo de exquisiteces, y su vida transcurría plácidamente, agasajada con los mejores regalos que cualquier dama pudiera imaginar. Hasta que abría los ojos y se encontraba en una cama cutre, en una sucia pensión ,en un barrio de más que dudosa reputación.
Un buen día, decidió que era hora de regresar y enfrentarse al pasado. En su retorno, pensó hacer una última escala en las Islas Canarias. Siempre había querido conocer esa tierra que dicen tan afortunada, y como con un aire premonitorio, decidió pasar allí unas pequeñas vacaciones antes de volver a casa para siempre. Conocer a mil y un príncipes y sultanes que se acercarían desde tierras más cálidas y arroparían sus noches gélidas, oscuras y lluviosas en aquel pueblecito del norte de Portugal. Eso era lo que realmente deseaba. Si. En eso debía consistir una existencia feliz. ¿podría imaginar algo mejor?

Por aquel entonces, no podía ni siquiera sospechar que su tan deseado sultán, lo encontraría una inesperada noche, postrado en la barra de un bar, acostumbrado a vagar, ahogando un sin fin de infortunios, en copas y demás sustancias de moda. ¿Sultán? ¿ puede realmente un sultán terminar todas sus noches en el peor antro de la ciudad, y amanecer cada nuevo día sin saber cual es su camino ni su lugar en este mundo? ¿sería realmente un sultán o su ingenuidad le habría hecho creer ver un príncipe donde no había sino un hombre desnudo e impotente ante la crueldad de un mundo para el que no estaba preparado?. Su sultán era un viejo lobo de mar, con miles de historias para entretener la soñadora mente de Roberta, a quien muchos decían pobre borracho, y ella insistía en nombrarle SULTÁN, PRÍNCIPE DE TODOS LOS DESIERTOS. Sultán en sus sentimientos, con un corazón como pocos y una generosidad extrema, a parte de una sensibilidad artística exquisita. La pobre mujer, que siempre había valorado al máximo la sensibilidad masculina, y que deseaba en su macho valores como la ternura y el cariño, no pudo por menos que enamorarse perdidamente de su viejo compañero relatador de batallas y encantador de serpientes, experto en hipnotizar la mirada de cualquier fémina con su palabra y con su gesto.

Aquel fue el final de su viaje. Nunca regresó de aquellas vacaciones. Roberta comenzó una vida nueva, con otras circunstancias aunque no exenta de mil y un problemas y avatares; eso si, repleta de amor, pasión, y ternura. Con eso…tenía suficiente.
La historia sin embargo, estaba incompleta. Lo que nunca soñó Roberta es lo que ocurriría años después. Hoy su príncipe sultán de los desiertos, ya no era ni su príncipe ni su sultán. Hoy eran tan sólo dos desconocidos, repleto de resentimientos él, y de coraje ella, y habían puesto un abismo entre ambos. Esta vez, un abismo tal que por mucho que extendiesen la mano…no consegurrían tocarse. A lo máximo que ahora podían aspirar, era a intercambiar algún que otro poema, alguna que otra foto, algún que otro recuerdo, para seguir alimentando sus amargas existencias, y dejar que el tiempo...llenase sus almas con nuevas mariposas, con nuevas playas, con nuevos horizontes.

EL CAJÓN.
Eduvigis se dirigió a la cocina con paso tembloroso, como temiendo el reencuentro con los recuerdos de su niñez y las sensaciones que ellos pudiesen despertar en su interior.

Dentro de aquellos escasos cincuenta metros cuadrados de piso, se habían producido experiencias muy fuertes, que parecían haberle causado un impacto de tal magnitud, que a pesar de escapar a miles de kilómetros, su subconsciente estaba siempre al acecho, buscando el momento adecuado para atormentarla de nuevo.

Ahora estaba de vuelta, por última vez; un viaje de regreso con el propósito de reconciliarse con su pasado tras quince largos años de ausencia.

Durante varias noches, no había conseguido conciliar el sueño, imaginando como sería su reacción al entrar en el que una vez había sido su hogar.

Su mano nerviosa consiguió finalmente hacer girar la llave dentro de la cerradura y abrir la puerta.

Fue algo parecido a acceder a otra dimensión. De manera instantánea se sintió arropada por la memoria de la abuela Virginia sonriendo en la cama, pidiendo ayuda desde el dormitorio:
-¡Edu…eu non podo!
Ahora sentía añoranza de aquellas palabras que en tiempos elevaban su rabia hasta el infinito.

Casi sin darse cuenta, agarró firmemente el pomo del cajón del mueble de la cocina, el de la esquina, y lo abrió sin pararse a pensar. Allí seguía, donde siempre había estado, donde debía estar, una pequeña cesta de plástico rojo que contenía las mismas pinzas de colores para la ropa. Y tras ella, como siempre, la envejecida y enorme llave de la buhardilla. Donde siempre, igual que si fuera ayer.

De repente cerró los ojos, y sintió la paz obtenida cuando uno sabe que todo está en su justo lugar, que todo está como debe estar, y es como debe ser; había vuelto para recoger todo su pasado abandonado y hacerlo parte de sí misma con todo el amor del mundo.

Comprendió que no era necesario nada más, que todo estaba bien, que su alma siempre había estado rebosante de cariño, y de afecto de una madre , una tía, una abuela y mil objetos, que cada una de las mujeres había ido colocando en todos los rincones de la casa, impregnándolos de vida, de energía, y de toda la afectividad de la que eran capaces.
Eduvigis no pudo más que abrazar con su alma a las tres y despedirse para siempre de su ruinosa casa, llevando consigo una enorme serenidad y gratitud.

María Juncter.

CUANDO NIÑA
Cuando niña, tenía la certeza de que mi madre era la mejor madre del mundo, porque podía despertarla a cualquier hora de la noche sin que se enfadara, para decirle que el frío no me dejaba dormir.

En las horas más gélidas del invierno podía tener encima hasta cuatro mantas. Me costaba mucho entrar en calor. Y lo único que me gustaba de aquella sensación nocturna, era que podía gritar desde mi cama:

-¡Mamáaaaa, tengo frío!!

Entonces mamá aparecía con una manta bajo el brazo y una sonrisa. Extendía ambas sobre mi cama, cubierta con una fina colcha con dibujos de “Correcaminos” grabados sobre un fondo azul gastado de tanto lavar, y me arropaba de nuevo para que pudiera seguir descansando.
Y por fin, más por el calor del beso que por la calidez del tejido, cerraba los ojos plácidamente y soñaba con viajes fantásticos y juegos campestres. Hasta el amanecer.

LEMBRANDO O PASADO.

Desde muy niña, Mariquiña aprendió que el trabajo requiere esfuerzo, y tiene un precio. A los 6 o 7 años de edad, le gustaba asomarse al balcón del primer piso del número 37 de la Calle San Nicolás, donde vivía la familia Mouzo al completo, para contemplar las macetas llenas de geranios, con las hojas cubiertas de polvo a causa de la polución que, ya en aquel momento comenzaba a dejarse sentir.

-¡Abuelaaaaaaaaa! ¿te riego las plantas?

-Como queiras, pero non molle-lo chan. Replicaba una mujer de corta estatura pero de complexión fornida, acorde con su fuerte carácter, haciendo honor a su estirpe gallega.

-¿y después me das una peseta?.

-Bueno…ti limpa, xa veremos despois, contestaba Virginia, que así se llamaba la anciana, sin prestar mucha atención a los requerimientos de aquella chiquilla resoluta y dispuesta a hacer negocios.

-¿y si te limpio los cristales?, ¿Cuánto me das?

Entonces el abuelo Servando, que no había dejado de observarla satisfecho por lo “espabilada” que era su nietiña, intervenía en la conversación diciendo:

-Oes ti! Que non se poden ter tantos cartos sin ir ás Américas!!!

Y María, iba corriendo a darle un beso y un abrazo, mientras compartían sus risas cómplices, que ella adoraba por el destello del colmillo de oro asomando en la parte superior de la boca, y que le daba la clave, de que el anciano…estaba feliz.
Recuerdos de momentos familiares tan sencillos, son los retazos de los que se compone la vida de una persona, memorias de cosas sin importancia que todas juntas…nos explican sin palabras lo que es la felicidad.

RETAZOS DE MI VIDA.

Mi tía Pepa dormía en la buhardilla, en una minúscula cama que parecía hecha a su medida para su no menos minúscula estatura.

Cada media noche, podía escuchar sus pasos cansados por tantos años, subiendo cuatro pisos de escaleras después de terminar con las labores en el primero, donde vivían mis abuelos.

Pepiña siempre estuvo con nosotros. Tenía marido. Camilo se llamaba. Pero cuando siendo muy niña pregunté por la ausencia de éste, y por la soledad de mi tía, mi abuelo me dijo: “Camilo anda nos barcos”. Más tarde me fui enterando de algunas cosas de su historia. “Es que Camilo enfermó de tuberculosis, y a Pepiña le daba escrúpulo cuidarle” La verdadera historia, nunca desvelada abiertamente, sólo intuida por fugaces comentarios, era que como buen marinero, a su marido era buen bebedor y mujeriego, y no la había tratado demasiado bien. A mi pregunta de dónde estaban sus hijos, un día mi madre me respondió que no tenía hijos. Que se le había muerto uno. Nunca me dijeron cómo, ni cuando. No pregunté más.

Pepa trabajaba en la casa y mi abuelo le daba cobijo y alimento.

Era una anciana afable, cariñosa, resignada ante la dureza de lo que había sido y era su vida.

Su alcoba se componía de un catre, y una cómoda sobre la que había colocado cual figurita decorativa, un niño Jesús portando un cordero en brazos, con el cuello partido, y pegado con un esparadrapo. A su lado, un corazón de Jesús, de quien era muy devota.
Para completar esta peculiar imagen, un ciento de estampitas de santos cuidadosamente recortados y posteriormente pegados en la viga travesera del techo. Ellos eran su única compañía cuando apagaba la luz. Ellos, y una pequeña radio que ponía bajo la almohada hasta quedarse dormida.

Además de sus manos calentitas mimando mis pies de niña chica, recuerdo con ilusión sus cuentos nocturnos. Fui miedosa desde muy pequeña y a menudo imaginaba toda suerte de bichos, monstruos y espíritus que me tiraban del pelo y se escondían bajo mi cama. No en vano estábamos en la tierra de las meigas, y duendes y “trasgos” estaban a la orden del día en los dichos de la calle. Todo ello me mantenía despierta y vigilante hasta bien entrada la noche, tapada concienzudamente hasta la cabeza (para evitar “tirones de pelo”) y dejando sólo libre la parte de la nariz para respirar, y los ojos, claro, que debían estar muy abiertos por si había que defenderse. En mis largas vigilias encontraba consuelo en las historietas que mi tía me contaba. Y con sus oraciones, que eran como una interminable letanía la cual me hacía repetir noche tras noche…me quedaba yo dormida.

…Jesucristo se perdió, su madre lo anda buscando…

Frases y frases que nunca logré aprender porque mi mente estaba demasiado dormida como para memorizar tan larga colección de palabras. Sin embargo, he de confesar que eran mi nana preferida. La única que tenía.

Sí, Josefa Lado Montáns tenía un elevado sentido de la religiosidad. Era de las beatas de misa diaria. Pero era una “beata buena”. No como la mayoría, que rezan pero son unas lagartas, malas donde las haya. Ella era una beata de vocación.

Creo que con los años aprendió a buscar consuelo y refugio en la misa de 8, a donde acudía a diario, en la Iglesia de San Jorge, o la de San Nicolás, que era su preferida, a las 7.30. Amén de un sinfín de rosarios y novenas que entretenían sus tardes junto con la novela en la radio, claro está, SIMPLEMENTE… MARÍA.

Estoy segura que en su espiritualidad encontraba consuelo ante la crueldad, injusticia y adversidades de la vida.
Solía decir que esta vida era un valle de lágrimas, que todos venimos al mundo con una cruz, y que cuando soltamos una cruz, agarramos otra mayor. No es que yo comparta esa visión de la vida, pero pongámonos en situación para comprender su manera de pensar. Las cosas en aquellos años no eran ni la mitad de sencillas que lo son para nosotros hoy.

Con sus convicciones permanecía impasible ante los golpes del destino.
Era leal, y limpia de corazón. Su pelo siempre agarrado en un moño pelirrojo, su cara surcada por infinidad de arrugas en una piel fina en su día y que cada mañana olía a crema POND’S, y su ropa negra, siempre de luto, menos la camisa, que era de color blanco. Sus medias gruesas de liga, que yo, en ocasiones ayudaba a poner; y…sus zapatos de gallega, feos, donde los hubiera.

Mi madre decía que era muy buena. A veces, le subía una tortilla de patatas para cenar (sin cebolla como le gustaba a mamá; sin tener que pedirlo ni nada, porque ella estaba en todo) y después seguía camino a su alcoba, unas cuantos escalones más arriba.

No tenía mucho dinero porque vendía puntillas en un portal. Pero llevaba una vida recta y era ahorradora, y mi madre decía que fue ella quien le compró su primera lavadora para que no le sangraran los dedos llenos de sabañones por lavar la ropa en el agua helada del invierno.

Pepa era todo amor y entrega a los demás.

Los años fueron pasando y yo dejé de ser la niña que reclamaba sus cuentos, para convertirme en una jovencita bastante perdida emocionalmente, y poco centrada en lo que realmente son los valores que importan en la vida. Y ella se hizo aún más anciana; enfermó de demencia senil. No era extraño que despertase en medio de la noche y se tirase de la cama, gritase pidiendo ayuda, llamando a mi madre y despertándonos a todos, porque sus piernas ya no eran lo suficientemente fuertes para levantarse sola(yo me cabreaba un montón). Se orinaba encima, veía incendios donde no los había. Mantenía conversaciones incoherentes con seres que sólo existían en su imaginación, etc. La vejez era una maldita humillación del ser humano, pensaba yo. Que rollo ser viejo. Los viejos no son sino trastos que dan la lata. Que poco entendía en aquellos años de lo mucho que un anciano aporta a la estabilidad de los más jóvenes de la familia.
Dejó de ser la viejita encantadora, para pasar a convertirse en un incordio que “siempre daba la lata”. Fue increíble la facilidad con que olvidé toda la ternura con que llenó mi infancia y no supe corresponder con la lealtad que se merecía.

Cuando fui consciente de lo mucho que había recibido de aquella mujer, la tía Pepiña, ya no estaba entre nosotros. Nunca podré recompensarla por su entrega desinteresada y su inmensa bondad para conmigo y mi madre. Pero el mejor pago hoy, es el orgullo de que esté donde esté tenga la certeza de que sus valores y su forma de actuar fueron una
importante lección para mi persona.

Tal vez, fue tarde, pero con el paso de los años, aprendí a valorar que en los actos diarios más rutinarios y simples, en aquellos gestos que apenas tienen valor porque nunca te han faltado, en aquellas cosas que conforman el día a día y no reparas en analizar, es donde realmente reside el amor de verdad. No es en las palabras. Ni en las grandes acciones. Y tantas veces nos empeñamos en esperar historias sublimes, colmadas de placer, y vacías de contenido real, que luego se nos rompen en las manos porque no tienen la calidad que deberían tener. No. Ni en las palabras. Ni en las grandes hazañas reside el amor.

Pepa jamás me dijo TE QUIERO, simplemente ME QUISO inmensamente, (desafortunadamente yo no fui consciente de ello porque ni siquiera me lo planteé hasta que la experiencia me fue enseñando lo que es la vida). Y sé que me quiso porque el amor se demuestra sólo con hechos.

Mi viejita me enseñó una de las lecciones más importantes de la existencia humana:

EL AMOR ENTENDIDO COMO UNA FORMA DE VIDA.
Este es un recuerdo para Pepiña, que sé que me habrá perdonado lo mal que me porté con ella.

4 comentarios:

  1. Nunca me engañe contigo, siempre supe como eres y me alegro de comprobarlo. Me has Hecho viajar en el tiempo en el que fuí muy feliz. Aquella mercería de San Nicolas y las parrafadas compartidas con Servando y Virginia, mientras esperaba que tu madre bajase el cochecito donde estaba una niña que creció muy de prisa. Te quiero...Loles

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  2. el peque... tambien disfruta... cada palabra, sonido, o "lembranza" relacionada a aquella persona que en el mas breve espacio de tiempo fue capaz de darme las mejores lecciones de la vida... Por ser "Justo" y Abuelo..y como dice la leyenda... detras de un GRAN HOMBRE siempre Hay una GRAN MUJER... Desde que esa "Estrella" se apagó... No he podido volver a escuchar a Los Panchos... sin que se me caigan las lagrimas... de la felicidad de haberla podido disfrutar....

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  3. Ay , Beni, que lindo mi niño. Que ilusión me ha hecho leerte. Te mando un abrazo enorme y espero que estés disfrutando del blog de tu mami tanto como lo estoy haciendo yo. Muchos besos desde Canarias.

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  4. Savitri, hacia mucho que no trabajaba en mi blog... falta de tiempo por las tareas del hogar que le dicen por aca por Argentina... pero decidi que era hora de retomarlo y mometos que pase compartiendo con mi gran amigo y hermano, por el fallecimiento de su madre, hicieron que retome mi blog con mucho animo. Y me lleve una gran sorpresa, tenia un seguidor y te descubri, y junto a eso descubri tu blog... hermoso, lleno de emociones y sentimientos. El relato " El columpio" me hizo volver muchos años atras, a mi infancia, y te lo agradezco con el corazon. Prometo hacerme asidua visitante tuya!!! Saludos desde Argentina!!!

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